miércoles, 7 de octubre de 2009

La visita del diablo

Hoy he encontrado la casa de Jonh, en la que lo abandonaré al igual que a la ciudad. Cuando lo haga y la deje detrás no quiero llevármelo conmigo, no sería bueno para él. Por eso hoy, cuando he encontrado el lugar ideal para mudarlo, he dejado escapar un gran suspiro de alivio. Espero que él siga vivito y coleando al llegar el momento porque estoy segura de que le gustará su nueva pecera. Esta es básicamente la conclusión que me ha dejado mi incursión, o más bien excursión, por la ciudad la mañana y parte de la tarde del 7 de octubre. Ayer también salí pero era todo completamente distinto (no sé por qué me gusta más distinto que diferente). El 6 de octubre hizo un sol radiante, hoy las nubes apenas le dejan asomarse. Yo también era un poco diferente, pues como bien dijo Heráclito "todo fluye". Mi flujo nocturno ha debido ser bastante turbulento así que después de hacer las cosas ineludibles del día salí a despejarme. Hice una selección rápida de temas para caminar una mañana nublada y escapé de estas cuatro paredes como alma que lleva el diablo. Sin querer queriendo llegué a la puerta de Murillo, uno de tantos accesos que tiene el Retiro. Había cruzado el paseo del Prado mientras escuchaba un bolero. Mujer, si puedes tú con Dios hablar pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar. Y al mar, espejo de mi corazón las veces que me ha visto llorar la perfidia de tu amor. Los coches rabiosos parecían bailarinas de ballet serpenteando por la calzada, la música me hacía percibirlos como a cámara lenta. Aceleré el paso para huir de los automóviles con tutú y llegué al parque.
Esa puerta, tan artística ella, me llevó al Bosque del Recuerdo. Me acordé del 11 de marzo de 2003. Mi segundo año en la ciudad. Me despertó el teléfono, mi padre me llamaba para saber dónde estaba. Ese día no había ido a clase porque había huelga de profesores. La noticia me sacó de la cama y me hizo estar pegada frente al televisor todo el día. Hoy a plena luz del día y entre todos aquellos cipreses se me volvió a encoger el corazón. De la perfidia al congojo, ¡pues si que estamos bien! Escojo una pieza más alegre y me interno en el bosque. La brisa y los colores del parque son espectaculares, nadie diría que eso es el centro de Madrid. La gente corre, se tumba en el césped a fumar (no los mismos que corren, se entiende), pasean en bicicleta, a pie, a saltos...
Atravesando un tramo de bosque marrón y verde en el que llovían castañas, la realidad urbana se impone en forma de calle asfaltada. La recorro a regañadientes hasta que me doy de bruces con dos pinos graciosamente torcidos. Se diría que un gigante los hubiese apartado con las manos para asomar su cabezota entre las copas de los árboles y vislumbrar lo que detrás de ellos escondían. Siguiendo los pasos del gigante he llegado a la Rosaleda. El sol quería hacer esfuerzos por salir, las nubes persistían y las flores dejaban escapar sus aromas alegremente entre la humedad ambiental. Tanto color y tanto orden en las formas me ha dado pena, no sé por qué. Dejo las rosas, rosa rosae, a mi derecha y prosigo sin saber muy bien lo que busco.
La fuente del Ángel caído me señala el paseo de Cuba; y aunque sé que se ha caído y el golpe no le ha sentado muy bien le hago caso, para variar. Cuba me deja en la plaza de Honduras cuyo centro es la fuente de la Alcachofa, con todos sus detalles rococó. Desde la plaza se ve ya el gran estanque del Retiro; un saxofonista ameniza la estampa a ritmo de bolero. ¡Hoy todo el mundo anda melancólico! Ya no estás más a mi lado corazón, en el alma solo tengo soledad, y si ya no puedo verte, por qué Dios me hizo quererte, para hacerme sufrir más. A pesar de ser entre semana y la hora de comer el estanque está lleno de barcas y sorprendentemente para mí: de peces. ¡Hay decenas de johnes enormes! Todos color butano, con sus bocas pedigüeñas esperando cualquier cosa que llevarse a la tripa. Así que toda esta travesía me ha dejado mirando peces que boquean. ¡Qué bien!
Decido que es hora de volver y por el paseo de México me escurro hasta un parque infantil. En el parque, que ahora tienen fortalezas de madera para niños aventureros, hay un columpio. Hacía mucho tiempo que no me balanceaba en uno así que a ello me dediqué durante dos canciones del mp3. Dirás que miento, pero mientras me columpiaba feliz y ajena al mundo salió el sol y dejé escapar un grito de júbilo. Algún día, en el jardín de mi casa, fabricaré un columpio en la rama de un árbol.
Con las manos oliendo a cadena de columpio y hundiendo los pies en la arena salí del parque por donde había entrado. Murillo me recordó el Prado y me fui al perfecto rincón secreto. Entre una puerta del prado y la iglesia de los Jerónimos hay una pradera empinada donde si te sientas un rato se te quitan todos los males. Allí estuve observando a los turistas y cuando sentí los retortijones de hambre me fui a casa, a la hora del té.
El paseo y la comida, casi merienda, me obligaron a aplazar de nuevo la hora del té verde, pero me la tomé igual, sentada en la terraza, casi una hora y media después. Allí estaba esperando; y aunque me habían dicho ya que no lo hiciera yo siempre hago estas cosas. ¡Llámame incrédula (aunque pienses tonta)! Mi vecinito de enfrente estaba mirándome desde su balcón así que le saludé con la mano.
- ¿Tú tampoco tienes a nadie con quien jugar?
- No.
Sólo espero y bebo té verde adelgazante, pienso. ¡Qué estupidez! Ambas cosas carecían de utilidad así que me enfadé y me volví a escapar de casa como alma que lleva el diablo. A las 7 del 7 de octubre el cielo está realmente encapotado. Para no mojarme demasiado me decido a ver una exposición sobre un arquitecto. No tenía ganas de leer así que me dediqué a ver con lupa todas las maquetas que allí había. Una hora después, aburrida de tanta estructura y con la cara mustia de poner pose de entendida, he descubierto una pequeña exposición sobre Camboya. Un país bonito, con una cultura entre la India y la China, con colores, sonrisas y miradas vivas. La alegría de aquellas sonrisas esconden niños mutilados por las minas antipersona; juegan al fútbol en sillas de ruedas o blandiendo sus muletas. Entonces en ese momento el sol se marcha, las nubes siguen vomitando agua, me echan de la sala porque cierran y en la calle me espera el diablo. Me ha devuelto el alma y me he marchado a casa sin darle las gracias.


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