martes, 29 de diciembre de 2009

¡Feliz invierno!


Me llena de orgullo y satisfacción dirigirme a vosotros en tan señaladas fechas. Estaba aquí mordisqueando una pera mientras pensaba en cómo empezar esta entrada y he pensado en su majestad el rey. ¡Quién lo diría! Se me ha aparecido con la corona puesta y el árbol de Navidad al fondo. Deglutía todavía un trozo de pavo y me ha dicho: "te presto mi guión para empezar". He pensado: "¿por qué no? estamos en la era de las imitaciones y los plagios".

Yo no tengo árbol de Navidad de fondo, cada año que pasa se le cae una de sus bolas de brillantinas y este apenas brilla. En una esquinita, erguidos sus escasos 150 centímetros de estatura, cobijó por poco tiempo unos cuantos regalos en crisis y ahora espera solitario el día en que lo volvamos a encerrar en su caja de cartón. Volverá al sótano con sus amigas las polillas y quien sabe que otros bichejos; esperará más de 300 días en la oscuridad para intentar iluminar unos días festivos, fríos y sombríos.

Recuerdo cuando comprábamos un abeto vivo, de verdad, de los que hay que regar sin mojar el papel dorado de los regalos. Al finalizar el jolgorio lo intentábamos transplantar en el jardín, pero con los años acabó convirtiéndose en un cementerio de abetos. ¡Ya me dirás que hace un abeto alpino en el microclima tropical alicantino!

Así, con el tiempo, la Navidad dejó de ser lo que era. Es un invento para los chiquillos, nada más; y, por más que me pese, yo ya no soy una chiquilla. Lo denotan mis cuatro canas, las arrugas de expresión del entrecejo y lo insoportable que me pongo en Navidad. Cuando eres un niño no ves los trucos, eres cómplice de la ilusión. Pero cuando eres mayor y ves todas las triquiñuelas, engaños y sortilegios te dan ganas de convertirte en la bruja de Blancanieves. Enveneno las manzanas sólo con mirarlas. Los geranios se ponen mustios a mi paso y me cruzo de brazos más de lo habitual. Al menos está el turrón, la empañada recién hecha, la mesa llena de gente y la abuela riendo a carcajadas porque todo le parece más bonito. Las cosas siempre se pueden maquillar; los polvos se los echo hoy al resto, para que brille esa risa de adulto inocente que lo mira todo con ojos viejos que ven de nuevo lo que ya no saben que han visto tantas veces.



A mi abuela, que nos quiere aunque se le olviden nuestras caras.

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