domingo, 7 de junio de 2009

En la vega alicantina


El tren de las 9 estaba casi vacío. Subió in extremis al coche 4 cuando tendría que haber sido el 6, tanto correr por el andén para deshacer el camino arrastrando la maleta por la superficie enmoquetada. Llegó a su asiento cuando el tren se puso en marcha. Con las dos butacas libres se acomodó para aguantar de la mejor manera posible las cuatro horas de viaje. Sacó del bolso un libro que apenas abrió, sólo para sacar el billete y entregárselo al revisor; el mp3 y la chaqueta que haría las veces de manta. Pensó en la cantidad de energía innecesaria que se gastaba la compañía ferroviaria en aire acondicionado. Sólo había que darse un paseo por el tren para darse cuenta de ello; la gran mayoría de viajeros se acurrucaban en sus asientos cubiertos con sus cazadoras.

Tras apenas cinco horas de sueño se alegró de que hubiera tan pocos viajeros y que el ambiente en general fuera tranquilo. Pero la suerte hace que no siempre sea todo perfecto. Delante de ella se sentaban un matrimonio con un bebé. No dejaba de llorar y berrear reclamando atención. Para cuando los padres consiguieron callarle se pusieron a desayunar unos bocadillos de salami. El tufo a ajo de buena mañana con apenas cinco horas de sueño le produjo arcadas. Intentó aislarse con la música y por suerte se quedó dormida. A cinco minutos de llegar a su destino le despertó el teléfono. Ya estaba en Alicante. El paisaje era árido, brillante. Sin lugar a dudas estaba en casa. El calor de la estación le hizo relajar los músculos agarrotados por el frío del tren, tomó aire y arrastró la maleta llena de libros hasta la salida.

Es jornada dominical y electoral. Apenas hay gente en la calle, corre una suave brisa marina y le rugen las tripas. Nada mejor que un par de brevas para saciar el apetito. Brevas de la vega baja. Así que llegó a casa y se las comió entre el ajetreo de los preparativos de una barbacoa. La vida en el campo es otra cosa, se dijo. Está bien apartarse del mundanal ruido de vez en cuando. Miraba hacia la piscina con deseo, a las tumbonas preparadas para broncearse, y se vió a si misma tumbada a la bartola. Al menos el día de su cumpleaños se daría un buen chapuzón. Por lo pronto se sentó a la mesa y se perdió entre las conversaciones salpicadas actualidad electoral. Nada mejor que un debate a voz en grito para una buena sobremesa. ¡Definitivamente estaba en casa!

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