martes, 30 de junio de 2009

Crónica de una tarde desganada.


Un impulso inexplicable me ha hecho salir de casa esta tarde. A unos 40 grados a la sombra y sin más líquido que mi propio sudor he recorrido las muchas manzanas que separan mi casa de la Biblioteca. A pesar de las dificultades ambientales he llegado sin contratiempos, deseosa de perderme en la sala aclimatada. Había muy poca gente, incluso mesas vacías. Sentada, fresca y envuelta en el aroma rancio de los libros mil veces manoseados he pasado una hora leyendo y escogiendo los libros que me llevo a casa. Han sido tres, grandes y obesos volúmenes llenos de palabras que pesan cargados en mi espalda.
Salgo de la Biblioteca con paso titubeante, ¡menudo calor! Deshago el camino hasta casa a ritmo constante. Siento que soy una especie de engranaje suizo que se mueve mecánicamente y sin pausa. La calle que me lleva a la plaza de España me parece diferente, con más luz y más color a pesar de que el ocaso está próximo. Quizás la diferencia la ofrezcan sus infinitos establecimientos de comida: creperias, taquerías, taperías... Todos inoculan a la calle sus peculiares aromas, colores, sabores y ritmos. Yo los sorteo salivando, más por la idealización de un cóctel tropical perfectamente alicatado con pajita y trozo de piña, que por la necesidad de masticar algo. Sin pausa, pero sin prisa, avanzo. Al llegar a la plaza de España se me presenta la primera encrucijada. A la derecha los sombrios paseos llevan al palacio de Oriente, con su tranquilidad ya corroborada en la ida. A la izquierda el bullicio, me decido por mi zurda sin que sirva de precedente. Y lo opuesto a la derecha es un collage de individualidades, todas con la historia que nunca sabremos a modo de estela. Casi a la par que la ejecución de tan osada decisión de virar y desviar mi camino, el mp3 cambia de canción. Al ritmo de una pieza meláncolica con un gran preámbulo instrumental me pierdo en la diversidad de un mercado artesanal itinerante; con una niña que calza unas bonitas sandalias blancas siendo la de la izquierda (que tremenda casualidad) un utensilo ortopédico que a modo de calza nivela sus piernas desiguales. Un papá lanza a su pequeño vástago por el aire, este ríe encantado a carcajadas. En un banco de madera un señor me mira pasar con un ojo siempre pendiente de lo que se sienta junto a él: todas sus pertenencias. Grupos de adolescentes fuman, comen helados, retozan en el césped ajenos a todo. Empiezo a odiar a Coldplay que distorsiona hasta la ñoñería lo que siento al pasar por esa plaza-parque que tantas veces he pisado.
De pronto, ese remanso de sosegada diversidad se torna estridente y pesado en un paso de cebra. Sigo a mi ritmo pausado, pero en medio del cruce me despierta del ensueño el parpadeo del semáforo, el rugir de los motores de los coches listos para la salida a la carrera. A la vez que acaba la canción cruzo al otro lado y la Gran Vía me devuelve al espacio urbanita y colocado que siempre he visto que era. Remontar calle arriba sedienta, cansada, atormentada por la constancia de ser tan pequeña e insignificante se me antoja una penitencia exagerada. Sin embargo quiero llegar a casa, beber un gran vaso de agua, quitarme los zapatos y el exceso de ropa que me oprime los poros. Así continúo hacia adelante, con paso firme pero lento.
Pisando huevos choco con la gente que siempre pretende que sea yo quien se aparte. Sigo hacia arriba aunque me cruce con un rastafari de traje y corbata, decenas de turistas colorados, un hombre con gabardina en pleno verano, una señora endiablada que derrama en fumata blanca su estrés a golpe de nicotina. Yo sigo sin alterarme, a pesar de las vallas que denotan obras públicas que nunca pueden esperar a que se vacíe la ciudad en agosto. Llego a Callao cansada, la gente sale de todas partes precipitándose en torrente fluido por la calle Preciados. La sigo sin sortearla, ella me sortea a mí. La calle se oscurece por la concurrencia y los toldos veraniegos que instala el Ayuntamiento. Paro en seco al primer captador de socios de una de las tantas ONG que existen. Me deshago del segundo, que diez pasos más abajo intenta abordarme por la izquierda. "¿Tienes un momento?" ¡Qué buena pregunta! ¿Acaso puede la gente tener momentos? Los momentos pasan, son efímeros, sólo son tuyos si los encierras y en ese momento yo no tenía llaves. Lo cierto es que continúo mi camino lánguidamente y al paso por el supermercado recuerdo que no hay nada en mi nevera. Bueno, siempre hay cosas pero no las que yo quiero. Así que me reactivo en el frío de los pasillos de los yogures; los saboreo sin hacerlo, me llevo pan, lechuga y plátanos.
Una bebida isotónica me despierta de golpe y, cargada de bolsas, salgo a la calle para afrontar el último tramo. Las obras incesantes colapsan el trasiego de viandantes ociosos, sin bolsas que cargar, sin libros que pesan y me enfado con todos resoplando. Quiero salir del lío, me oprimen decenas de pasos inconcretos, ¡izquierda o derecha decídanse ya! La sabia tecnología calma a las fieras; el reproductor de música elige algo Bonito de Pau Donés. Entonces llego a casa satisfecha por el paseo y la visión muda de una tarde de verano cargada de libros y bananas.

2 comentarios:

  1. gracias por el paseo, necesitaba recordar todo eso ¿Siguen por ahí mis inquietudes y preocupaciones que tanto descargué en esa zona cuando vivia en Madrid? Ánimo en la ciudad dura. Y por favor sigue contando lo que ves

    ResponderEliminar
  2. Leerte este paseo es como ver una película, ¡describes todo! Lo curioso es que quizá muchos pensamos lo mismo cuando caminamos a solas, aunque nunca solos. Hasta que no he terminado de leer.. ¡casi duele la espalda con los libros encima! Sigue escribiendo así, artista. Es un disfrute.

    ResponderEliminar