sábado, 30 de mayo de 2009

Cuatro gotas gordas

El calor húmedo de esta tarde de mayo es asfixiante. La brisa sopla caliente, casi abrasa. Puede oler a lluvia y a tierra mojada pero todavía no ha caído ni una gota. Camina rápido por la calle peatonal esperando que, en cualquier momento, se oiga el primer trueno. No sabe por qué corre, su ropa ya está mojada por el sudor. Casi le vendría bien mojarse, necesita refrescarse. Pero continúa avanzando con paso rápido, sin pensar por dónde va. Un pie delante de otro, hacia delante. Salta por encima de los top-manta; esquiva hombres, mujeres; espera que los semáforos se pongan en verde. De pronto se para, este portal le resulta familiar. La puerta pesa, la llave nunca entra a la primera, en el bolso es difícil encontrar el llavero. Dentro del portal el ambiente es fresco, oscuro, apagado y pesado como el de un sótano. Dan ganas de quedarse ahí, respirando despacio y esquivando el olor a cerrado. Sin luz tropieza con el buzón, tres cartas que no quieren decir mucho, pura burocracia: vota, paga, limosna. El remitente es el banco, el PP y la Seguridad Social. Crujen los escalones al pisarlos, crujen entre el barniz y la carcoma. Sin luz es difícil abrir la puerta, pero así todo resulta más fresco. Oscura frescura como antítesis al ambiente de fuera, del que ya no oye nada.

En casa todo está igual. Se sienta a la mesa con un refresco, las burbujas le recuerdan siempre a la primera vez que probó uno. Odió el cosquilleo intenso en la garganta. Ahora casi se agradece. Enciende el ordenador y se deja llevar por el mar azul. Entonces se oye el primer trueno, lejos. El segundo es más cercano y más largo. Las gotas comienzan a caer sin fuerza, sólo son grandes y pesadas. Una, dos, tres… y cuatro. Ya no hay más. Piensa que ha huido de cuatro gotas gordas de barro.

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